martes, 28 de agosto de 2012

Meditatio mortis: filosofías de la finitud

     La muerte es el mayor enigma de la humanidad. Nadie que haya muerto ha podido comunicar su experiencia de morir, como decimos coloquialmente: “nadie ha vuelto del más allá” para respondernos la pregunta ¿qué es la muerte? Para Sócrates, la filosofía fue una propedéutica de la muerte. Un curso intensivo para preparase a morir, eso sí, reflexionando sobre la naturaleza de la mortandad humana. Erwin Rohde nos enseñó en su libro Psique la idea del alma y la inmortalidad entre los griegos que la idea de la muerte era considerada por los antiguos griegos como un hecho natural,  ellos no temían a la muerte como nosotros le tememos porque, según uno de sus doctos proverbios: “El sueño y la muerte son hermanos” (Ό ύππνος καί ό θάνατος αδελφός εστίν). El morir era un dormir para los helenos. No un soñar, en griego la palabra “hypnos” significa la acción de dormir, de tener sueño; mientras que “óneiros” es la acción de producir imágenes mientras se duerme, es decir, el soñar. En español tenemos una sola palabra para estas dos acepciones. ¿Por qué temer la somnolencia que produce el sueño si dormir es tan placentero? ¿Por qué temer a la muerte? Así como los griegos se entregaban al sueño, se entregaban a la muerte. Eran hedonistas en todas las circunstancias de su vida, y de su muerte, por añadidura, por coherencia. Eran estetas.

     Epicuro fue en muchos sentidos deliberadamente antiplatónico, para Platón la muerte no constituía problema alguno porque creía en la inmortalidad del alma, en la metempsicosis. Platón nos legó una obra mitad filosófica mitad teológica, para María Zambrano, incluso mística. Pero en la época de Epicuro, conocida como la edad helenística, el escepticismo era la norma, la Hélade había sucumbido ante los romanos,  y todas las escuelas post-aristotélicas vivían en un mundo desencantado. La postura de Epicuro ante la muerte (expresada en la Carta a Meneceo) es la siguiente: “El peor de los males, la muerte, no significa nada para nosotros, porque cuando vivimos no existe y cuando está presente nosotros no existimos”. Es decir, el muerto no sabe que murió, nunca lo han sabido y nunca lo sabrán, al menos no post mortem. No encontramos una preocupación por un más allá como en Platón, quien influyó hondamente en el cristianismo, sino una filosofía desenfadada, concentrada en el presente, en el hic et nunc. En la negación de la importancia de la muerte, y de la intrascendencia de la filosofía como meditatio mortis, filosofa a favor de la vida. El epicureismo contribuyó con una filosofía del consuelo y la resignación ante lo inevitable, ante nuestra mayor enemiga, quien aboga por nuestra destrucción. Epicuro no pretendía ser eterno como sí lo pretendió el poeta romano Horacio en su poema Non omnis moriar (no moriré del todo).

     Muchos, pero muchos siglos después, un filósofo sefardita llamado Baruch Spinoza retomará esta filosofía postclásica en su Ética (Proposición LXVII) para aseverar “Un hombre libre en nada piensa menos que en la muerte, y su sabiduría no es una meditación de la muerte, sino de la vida.(Homo liber de nulla re minus, quam de morte cogitat, & ejus sapientia non mortis, sed vitæ meditatio est.) ¿Meditatio vitae? Aparentemente Spinoza niega la relevancia del filosofar la muerte, pero al hacerlo la está tomando como objeto de su indagación filosófica. De otra manera resultaría absurda la conclusión de sus premisas, que los filósofos de la muerte son esclavos ignorantes por cavilar sobre la finitud humana. Nadie más experimenta por uno mismo, parece que Spinoza, el gran moralista, nos quiere decir: yo ya desperdicié muchos años elucubrando sobre la muerte y perdí tiempo valioso que no recuperaré jamás, no cometan mi error y enfóquense a pensar en los prodigios de la vida porque es muy breve, y de cualquier manera, la muerte es ineludible, cuando hayamos muerto sabremos qué es. Encuentro también una reminiscencia de su formación judaica en su célebre postura, es análogo lo escrito en el libro de Qohélet (mejor conocido como El Eclesiastés): “Hay un tiempo para vivir y un tiempo para morir”. Lo curioso de la coincidencia es que el Qohélet fue escrito bajo la influencia del helenismo por judíos de la diáspora alejandrina. Dando un salto cuántico, la filosofía mortuoria del siglo XX  se desarrolló en una dirección antagónica a las que he comentado.

     La filosofía de la finitud fue declaradamente nihilista, alcanzando su culmen con la Weltangschauung del “Ser para la muerte” concebida por Heidegger. Para el filósofo alemán, el ser humano está listo para morir desde el momento de su nacimiento, y las respuestas ante las interrogantes eternas: ¿Qué es el hombre? ¿Cuál es su finalidad en esta vida? han sido resueltas de la manera más pesimista posible. La muerte ha sido interpretada como un hecho intrínseco, connatural al hombre, no como algo que nos llega del exterior amenazante, sino como parte de la vida misma. También aquí el influjo heleno es evidente, pero a diferencia de los antiguos, Heidegger y los filósofos existencialistas del siglo XX han hecho de la muerte su prioridad meditabunda, su metafísica. La conclusión a la que llega un tratado como Ser y tiempo es que después de la vida nos espera la nada. Los enfoques ateístas, escépticos y agnósticos estuvieron en boga durante la pasada centuria y siguen vigentes.

     Desde la teología, y como contrapunto, también son los pensadores del orbe germánico quienes han hecho aportaciones destacadas. Hans Küng es un filósofo de lo divino y un historiador de las religiones más que un teólogo católico irreverente, como él mismo lo proclama. Con una rica formación histórica, literaria, filosófica y científica, su libro ¿Vida eterna? es la tentativa por responder qué es la muerte, más que eso, su pregunta es: ¿La muerte es el final de la vida? Parte de estudios científicos sobre personas que han estado clínicamente muertas y han regresado a la vida, sobre sus experiencias. Pero en ningún momento catequiza ni impone dogma alguno, haciendo gala de su cultura universal, cuestiona radicalmente las respuestas filosóficas sobre la mortalidad del alma, asumiendo racionalmente una postura agnóstica: “No podemos conocer este fenómeno, ergo, no podemos afirmar ni negar que la vida termina con la muerte”. Por eso es un heterodoxo. En otro de sus libros, Morir con dignidad, traslada la meditatio mortis de la metafísica a la ética. Los enfermos terminales son privilegiados en el sentido que tienen tiempo para preparar su muerte, para despedirse de sus seres queridos. Para Epicuro, el mayor consuelo estribaba en que el fallecido jamás sabía nada sobre su deceso, pues los muertos no tienen conciencia, pero los moribundos sí. Los enfermos terminales se han convertido en especialidad de los tanatólogos y de los psicólogos. El arte de bien morir ha vuelto a la palestra, como en la época de Sócrates, pues los moribundos no son sino condenados a muerte. Todos lo somos, según la filosofía heideggeriana, pero como glosa  la sabiduría funeraria mexicana: “no se murió, nomás se nos adelantó”.

      Me gusta jugar con las palabras y pensar que un moribundo es un errabundo del cosmos, un trotamundos de la vida, un viajero, y por ende, una persona a punto de ser absolutamente libre. Las filosofías de la muerte que se han escrito en los últimos dos mil años nos han enseñado a dimensionar y justipreciar nuestra finitud y a valorar la vida como un tesoro, que tarde o temprano abandonaremos, pero debido a su mortalidad, mucho más valioso. Me quedo, sin embargo, no con la filosofía expresada en un tratado, sino con un poema de nuestra heredad hispánica titulado Coplas a la muerte de su padre de Jorge Manrique, cuyas inmortales palabras cantan desgarradoramente la elegía de la muerte: “Nuestras vidas son los ríos que van a dar en la mar que es el morir…” 






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