lunes, 3 de septiembre de 2012

Los ángeles en la literatura

     El origen de los ángeles en la literatura se encuentra en la Biblia, en la literatura judía. Tal vez la primera irrupción literaria de importancia postbíblica lo constituyan la Comedia de Dante y El paraíso perdido de John Milton, esa apología de la voluntad creadora, ese ejemplo a seguir de la rebelión. Dando un salto cuántico, en el México de la vigésima centuria quien continúa la tradición angélica es Xavier Villaurrutia, el poeta de Nostalgia de la muerte nos presenta a unos ángeles ubicados en las metrópolis, exiliados en el mundo terrenal, siempre observando la conducta de los hombres en situaciones culminantes como el crimen, el amor, la soledad o la muerte.

     En el ámbito de la lengua española Rafael Alberti escribió un poemario precursor sobre los ángeles en la década de los 20’s. Homero Aridjis con su Tiempo de ángeles (FCE, 1994) concluye la literatura angélica del siglo XX mexicano de manera suprema. Está escrito en Agesilaus Santander (un texto de Walter Benjamín, quien compró el cuadro Angelus Novus al pintor Paul Klee y escribió sobre él: “El ángel de la Historia debe tener ese aspecto. Su cara está vuelta hacia el pasado. En lo que para nosotros aparece como una cadena de acontecimientos, él ve una catástrofe única, que acumula sin cesar ruina sobre ruina y se las arroja a sus pies”.) que el propósito de la existencia de millones de ángeles es nacer y vivir <un instante> para cantar ante el trono celestial la gloria eterna del creador y después morir. Vaya tragedia para esos míticos seres que los cabalistas de todos los tiempos no han dejado de estudiar sistemáticamente y con profunda erudición en la ciencia que ellos denominan angelología.

     Los enfoques de las literaturas angélicas son diferentes entre sí y a veces francamente opuestas. Algunos proponen que el poeta es el ángel caído de la creación, que todo artista lo es, por ser divino, por poseer inspiración, por rebelarse contra su mortalidad. Otros creen en entidades etéreas, seres de luz que nos vigilan y acompañan en nuestro humano peregrinar hasta que nos reconciliemos con la muerte, esa última travesía del espíritu.  El ángel caído simbólicamente no es otra cosa que la maldad encarnada, el engaño, la mentira y la destrucción. En eso nos parecemos como hombres más a Satanás, a esa hueste de insurgentes celestiales, los ejemplos sobran en la historia del siglo XX. Poco tenemos, sin embrago, de los ángeles ascendidos a quienes alude Rilke en sus Elegías de Duino, quienes son tan bellos que apenas podemos soportarlos. He aquí los célebres versos: “Den das Schöne ist nichts als des Schrecklichen Anfgang,/ der wir noch grade ertragen und wir bebundern, …” (Pues la belleza no es más que la génesis de lo terrible,/ un límite que nosotros apenas podemos soportar).  

     Pero ¿qué clase de ángeles preferimos en la literatura? ¿A los heraldos del caos que caminaron por las calles de Sodoma o a los mensajeros luminosos que viven en una perpetua infancia como Xavier Villaurrutia lo consignó en su célebre poema Nocturno de los ángeles: “Se dejan caer en las camas, se hunden en las almohadas/ que los hacen pensar todavía un momento en las nubes./ Pero cierran los ojos para entregarse mejor a los goces de su encarnación misteriosa,/ y cuando duermen sueñan no con los ángeles sino/ con los mortales”?

 

 

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